poco antes de que empezara el partido de la final de la Champions League del sábado pasado en Cardiff, los comentaristas dijeron que las medidas de seguridad que se habían establecido en los alrededores del estadio eran mayores que las que se tomaron cuando se reunió la OTAN. Y recuerdo que a propósito de eso estuvimos comentando lo fácil que es matar. Quizá no precisamente en Cardiff ese día. Pero sí en cualquier otro sitio. Sobre todo si se está dispuesto a morir en el empeño. Es la paradoja de la hiperseguridad: es imposible controlarlo todo, todo el tiempo. Decenas de miles de policías no pueden impedir que un fanático mate. Pero es el mundo que hemos creado. Aparte de que todos somos unos monstruos encontrando las razones y explicando los motivos por los que ocurren las cosas, lo que sí está claro es que no podemos evitar que ocurran. El atentado no se produjo en Cardiff, pero se produjo en Londres. El ISIS lo ha reivindicado anunciando una vez más que no va a parar y que la amenaza continúa. Y probablemente no nos va a quedar otro remedio que acostumbrarnos a vivir con esa rutina. Hace ya algunos años, Enzensberger decía que los riesgos de ser víctima de un atentado terrorista están empezando a asumirse en nuestras sociedades más como un imponderable azaroso que puede ocurrirle a cualquiera (es decir, como asumimos el riesgo a sufrir un accidente de tráfico o una inundación) que como un acto con sentido político. Quizá sea ventajoso para el cerebro verlo así. En todo caso, la gran eficacia del terrorismo consiste en obligarnos a actuar con miedo. Y en que por razones de seguridad sigan promulgándose leyes que atentan contra la libertad individual o la intimidad de las personas. No sé si el mundo está cambiando mucho o poco. O si lo único que hacemos es atornillar siempre la misma tuerca. Pero yo no puedo evitar tener la sensación de que cada vez somos menos inocentes: todos.
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