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¡Charnego, maqueto!

Siendo sincero, oigo esas chungas palabras más fuera que dentro. Y me preguntan si tengo ocho apellidos largos en Móstoles, no aquí. Ya que estamos tengo seis, y seis discos de Khaled y seis sobres de Ibuprofeno. En el norte también soportamos a doctores Bacterio con tics de Mengele, pero su discurso es hoy minoritario y chirriante. Quienes llaman sin complejos maqueto al etarra y charnego al mosso no suelen ser racistas vascos ni xenófobos catalanes. Son ciudadanos de un mundo tan infinito que empieza en Melilla y termina en Cantabria: avispas de la red y dragones mediáticos.

Son los mismos que al describir a un político periférico, si es afín, destacan su cuna aborigen y su dominio de la lengua autóctona. A diferencia de los adversarios, les falta añadir. Son los primeros que a un Martínez revoltoso le recuerdan esa zeta patronímica hecha étnica e ideológica. Por lo visto todo Pérez es una res marcada desde Adán con el sufijo para cantar el gol de Iniesta. Son sexadores de pollos sin fronteras que, cuando un intelectual de Amoroto españolea, subrayan que es amoroteño y amorotense por los cuatro costados. Dan así a entender que el pedigrí, la amorotidad, es un crédito universitario del que carecen sus enemigos, advenedizos de impuro costillar.

Repito: por desgracia aún nos sobran en casa zahoríes sanguíneos. Sin embargo, los más fieros genealogistas ya no están entre nosotros. Son quienes recalcan que Trapero es hijo de un taxista pucelano y Kepa del Hoyo lo era de un taxista extremeño. Nada de pura cepa, vino picado. Pues el oficio del Fary solo hace bulto en esta fiesta. La estrella es el gentilicio.