La venta de mujeres para forzarlas a casarse es un delito y nada tiene que ver con esa tradición, persistente en algunos países, de las bodas concertadas por las familias de los novios y en las que, en muchas ocasiones, suele mediar el pago de una dote.
Todo este tipo de prácticas, delictivas o no, resultan muy lejanas a nuestras costumbres, aunque de vez en cuando afloren noticias como la desarticulación, esta misma semana en Pamplona, de una organización a la que se acusa de trata de mujeres de origen rumano, algunas de ellas sólo unas niñas, para su explotación sexual y, también, con el propósito de acordar matrimonios a cambio de dinero.
Se trata de hechos increíbles para una sociedad que ni siquiera entiende cómo se puede obligar a alguien a emparejarse con quien no desea y, muchos menos, a edades tempranas. Sin embargo, la pobreza, la falta de expectativas y las viejas prácticas importadas de los lugares de origen hacen que en nuestra comunidad haya chiquillas que abandonan sus estudios al término de la enseñanza básica -12 años- y no se matriculen en la secundaria obligatoria. Dicen que es para preservarlas. Es decir, se quedan en sus casas bajo la vigilancia de sus padres hasta que cumplen unos pocos años más y entonces las casan, eso sí, vírgenes.