el otro día dije que yo no estoy aquí para aclarar nada sino, en todo caso, para intentar desembarazarme públicamente de mis perplejidades. Y bastante tengo con eso. Sin embargo, no dejo de mirar a Cataluña. De hecho, admito que leo artículos y que veo todos los programas de La Sexta que tratan del pròces, así que cabe la posibilidad de que me esté idiotizando. No lo descarto. Ya no descarto nada. A este respecto, alguien dijo hace meses que se iba inevitablemente hacia un choque de trenes. Y no sé quién fue el primero en decirlo, pero me temo que acertó. Lo que a mi entender significaría que en este país impera la fatalidad y que somos goyescos y esperpénticos por naturaleza. Uno siempre trata de imaginar como serían las cosas si el PP no estuviera ahí, pero eso es una ingenuidad (o algo peor) porque siempre está. Y probablemente siempre esté, de un modo u otro. En el fondo, todos los países aspiran a conseguir algo así como un carácter nacional. Una forma (más o menos patológica) de ser. Y una manera (más o menos ridícula) de posar para la historia. Y a la vez, por qué no decirlo, de aburrir y avergonzar a sus ciudadanos. Sin embargo, no sé por qué, fíjense, a mí me da la sensación de que en el fondo nos gustan estos rollos. Aunque no queramos confesarlo. Nos gustan las repeticiones. Insistir en las mismas heridas. Y en las mismas miserias. Nos hace gracia. Volver a darnos otra vez los mismos cabezazos en las mismas esquinas. Con insistencia. Nos encantan los sabores conocidos y el ciclo de las estaciones. Que todo siga siendo como ha sido siempre. Y que los viejos problemas nunca se resuelvan del todo. Porque, si los viejos problemas dejaran de serlo, entonces qué. Si hay choque de trenes habrá víctimas (es lo que tienen los choques de trenes). Y no me extrañaría que en ambas locomotoras hubiera gente que pensara que cuantas más, mejor.
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