en pleno puente foral, que suene un tango arrastrao. Quiero por los dos mi copa alzar. Por esos dos grandes iconos de las posibilidades perdidas. Por la melancolía, esa tristeza atenuada, subclínica y serena, identitaria, y por la nostalgia, la pena de verse ausente de la patria y amigos, en este caso de la que dejó de existir y de los que nunca llegaron a serlo. Pero como si esta hubiera tenido una vida dilatada y estos fueran incondicionales y alrededor miles de cornucopias y angelillos y pan de oro y la mano bien colocada junto al corazón y perfecto el nudo en la garganta.
Ha sido pensar en Hemingway y acto seguido en el Príncipe de Viana, en el primero, en Carlos. Los dos, hombres de letras, los dos, grandotes, los dos, entre la épica de la acción y el colapso atribulado. A Hemingway y al Príncipe de Viana se les abrió por méritos propios la puerta del paraíso de la cultura, aunque al primero bien pudo abrírsele cualquier tarde la de urgencias, y el segundo salió por la de atrás. Los iconos son así. No hay problema. El pasado, su lejano presente, es ahora responsabilidad comunitaria y compartida y toca reescribirlo para que nada cambie demasiado. Para seguir creyendo que estuvimos en un tris pero ¡ay!, las fuerzas empeñadas en impedirlo fueron mayores. A pesar de la idoneidad de Carlos y de que Hemingway ejerció de influencer y trajo a todos sus followers. No estaba de Dios.
Turnándose o superponiéndose en el imaginario colectivo, ambos representan una pertinaz necesidad de reconocimiento no resuelta y recurrente. Somos una comunidad pequeña. Pudimos haber sido mucho más grandes y/o los grandes estaban deseando venir. Pues eso, gime, bandoneón, tu tango gris. A ver si la próxima nos dan más likes.