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Autocrítica

La autocrítica -el juicio crítico sobre obras y comportamientos propios- tendría que figurar como compromiso ineludible en el código de conducta de los políticos electos. En ese contrato con el ciudadano que es el programa electoral y en los reglamentos de funcionamiento de las instituciones. Regulada, sometida a verificación, sin moratorias, y sancionada en caso de falsedad. Con inhabilitación si se construye de modo falsario. Les pagamos. Nos tienen que rendir cuentas. Dando la cara. Sin dobleces ni argucias. Sin trastienda opaca. Los políticos nunca me han respondido con claridad a la demanda de una autocrítica de su balance en el cargo, a lo sumo han balbuceado alguna generalidad del tipo “siempre se cometen errores” o “algunas cosas se podrían haber hecho mejor”. Observo que esa es su actitud en cualquier entrevista. Incluso, un periodista director de comunicación de un Ejecutivo foral declaró que los gobiernos nunca tienen que hacer autocrítica. Tendría que ser obligatoria, ya que no les crece la nariz con las mentiras, ni se sonrojan al enfrentarse a sus más flagrantes contradicciones, ni se apuran por decisiones de dudosa conveniencia general. La autocrítica debiera ser el primer mecanismo de control de instituciones y entidades. Antes de someterse al dictamen de la Cámara de Comptos o del Defensor del Pueblo o de una comisión de investigación. Examen de conciencia y propósito de contrición anterior a que la prensa, órganos de control u otros partidos revelen miserias y anomalías. Quien no practica la autocrítica, no es de fiar. La política moderna debe acercarse al ciudadano, antídoto de la creciente desafección social, de difícil recuperación. Exhaustiva en información, explícita en explicaciones, documentada en razones, participada en las decisiones, sincera y honesta en las actitudes. Anual debate sobre el estado de la Nación, de la Comunidad, del Municipio, con expresión de autocrítica. Confieso mi candidez.