dicen que el voto de los indecisos será decisivo en las elecciones catalanas más reñidas. Todavía ayer se hablaba de 600.000 indecisos. ¿Es posible que siga habiendo indecisos en Cataluña después de todo lo que ha pasado allí? A mí este tipo de cosas me fascinan. Resultan tan nuevas, tan propias de una “realidad líquida”, que casi no te queda otro remedio que planteártelo todo de nuevo, una vez más: no solo la cuestión catalana, claro (de la que seguro que me estoy perdiendo algo esencial), sino también la cuestión del voto y de cómo votamos ahora en estas sociedades hipercríticas, superinformadas y superdesinformadas a la vez, irónicas hasta decir basta, insolidarias aunque nos preocupe mucho aparentar lo contrario y angustiadas por la idea de que el Dinero (y el Dinero negro) gobierna el mundo y lo decide todo a nuestras espaldas. Dante Fachin, para animar esta lánguida escena, se ha dirigido a los indecisos con estas palabras: “No soy independentista pero votaré a un partido independentista. Ahora mismo es el mayor zasca que se le puede dar a Rajoy”. Todo es terriblemente sutil pero el exceso de sutileza acaba dando asco. De todas forma, a mí siempre me han gustado los indecisos. De antemano, da la impresión de que los indecisos tuvieran mala fama. Como si la mera palabra poseyera ya un carácter peyorativo. Como si al decir indecisos estuviéramos hablando de tipos vacilantes con escasa conciencia social o algo así. Como si lo sensato fuera no dudar. Cuando, a mi entender, es precisamente al revés. Estoy convencido de que son los más inteligentes y los menos fanáticos, los que más dudas se plantean y menos obstinadamente se aferran a las certezas. Siempre se ha valorado mucho más la certeza que la duda, pero lo cierto es que el ejercicio de la duda y la disposición al cambio constituyen la base de la inteligencia y el verdadero motor de la historia. A ver.