no hay descanso. Si durante el año pasado o el anterior, ya no recuerdo, fue una marca de fiambres la que frivolizó con las reivindicaciones de las mujeres, este año hemos visto camisetas caras, de gama media y baratillas con eslóganes militantes. Y como aperitivo para las fiestas, una marca de pescados y crustáceos congelados manda un mensaje navideño desde un marroncísimo y simulado despacho zarzuelero. Qué cansancio. ¿Todo vale?

¿Eso significa que opina usted que la publicidad no puede aportar su granito de arena a cuestiones de hondo calado social?, me preguntarán. Y yo les contestaré que bueno, que es un formato que puede elegir puntos de vista, tratamientos, historias y contenidos que incorporen valores interesantes. Pero que hay que currárselo. Sin entrar en el reino de Frozen, apunto un par de notas.

La primera, que estamos asistiendo a una banalización generalizada y peligrosa que convierte la igualdad en asunto de chascarrillos y comedietas y ridiculiza y rebaja y desactiva. Se ha armado un escenario donde cualquiera que tenga una ocurrencia se coloca al mismo nivel que quien conoce y profundiza y se pregunta y dedica más de diez minutos seguidos.

La segunda, que es interesante dar una vuelta a lo que se considera materia utilizable en la publicidad. Si admitimos como anzuelo publicitario la lucha contra las desigualdades de género, que se expresan en un amplio repertorio que abarca desde las discriminaciones sutiles al asesinato, ¿contemplaríamos igualmente la utilización de otras desigualdades, injusticias y abusos que afectan a la dignidad humana?, ¿aceptaríamos un spot que se valiera del comercio de armas, el drama de los refugiados, las muertes diarias de inmigrantes en el mar, el testimonio doloroso de víctimas de atentados y torturas, el paro? No, ¿verdad? No todo vale. Y no todo vale igual.