Me encuentro con mi psiquiatra a la salida del cine. Está bronceado, me llama la atención su look juvenil, huele a desodorante. Le digo que tiene buen aspecto. “Acabo de jubilarme”, dice él. Está encantado. Me pregunta cuándo me jubilo yo y me encojo de hombros. “Pronto, supongo”. Entonces alza el mentón y me observa durante un par de segundos, como escaneándome. “Es más tarde de lo que crees”, exclama musitando con un pausado tono meditativo muy profesional. Yo me miro instintivamente el reloj y veo que sonríe. “Lo importante a partir de ahora es asearse bien, ingerir solo buenos productos y tratar de hacer felices a los que tenemos cerca”, afirma con aplomo. Le pregunto si cuando habla de buenos productos se refiere también a las bebidas y me contesta que por supuesto. “No tengo nada en contra de hacer felices a los que tenemos cerca, es más, me parece admirable”, comento dándole la razón (no me gusta discutir por tonterías). Pero acto seguido añade un matiz revelador. “Aunque para eso hay que cumplir una condición”, dice. “Qué condición?” “Primero tienes que hacerte feliz a ti mismo, porque si tú no eres feliz, ¿cómo vas a hacer felices a los demás?” Me quedo pensando, naturalmente. Luego me confiesa que a él le fascina el cine y que quiere ver todas las pelis de una actriz llamada Saoirse Ronan. Así que yo le respondo con la misma franqueza. “Lo que a mí me haría feliz de verdad es leerme los diarios de Andrés Trapiello”, le digo. “¿Trejuello?”, dice él. “Trapiello. Un escritor de los buenos, lleva toda la vida escribiendo diarios, ha escrito más de treinta tomos.” Cuando llego a casa, lo primero que hago es coger una cerveza y abrir el primer tomo de los diarios de Trapiello. Quiero empezar a ser feliz ya. Hoy mismo. “Es difícil comprender la risa que provocamos en los demás”, leo al azar. ¡Cuánta verdad! Lo que ya no me hace tanta gracia es tener que echarme desodorante, nunca me ha gustado.