No sé nada de hawaiano, pero lo cierto es que en esa lengua se hacen nombres preciosos y sonoros. Por ejemplo, Laniakea, “el cielo inmenso”, que es el nombre que otorgaron unos astrónomos de allá a nuestra provincia cósmica, una región de varios cientos de millones de años luz de lado a la que pertenece nuestra Vía Láctea. Y sin duda Oumuamua, “el primero que viene desde lejos”, el nombre que le dieron a un pequeño cuerpo rocoso que viaja por el Sistema Solar y que posiblemente proviene de fuera de él, el primer objeto interestelar, posiblemente un pequeño cometa seco, descubierto hace poco más de un año con un sistema automatizado de telescopios que constantemente observa el cielo, escudriñando lo que hay ahí afuera, encontrando todo lo que se mueve por allá...

Y más allá del nombre está la enorme capacidad de la astronomía actual para interrogarse y descubrir lo que antes ni siquiera se había imaginado posible y la de esta sociedad hipertrofiada para maravillarse y especular con ello. No es raro que lleguen a primera plana noticias de algún planeta en torno a una estrella lejana, con el marchamo de que podría ser otra Tierra o incluso estar habitado; o el descubrimiento de asteroides que orbitan el Sol llegando a veces a acercarse lo bastante como para que un titular de prensa arriesgue un “rozando” ciertamente tan poco probable como exagerado. Así que en cuanto un científico con ganas de notoriedad se inventa una explicación simplemente especulativa para el movimiento de Oumuamua y plantea que sea una nave extraterrestre, como salida de una novela de Arthur C. Clarke y planteando una próxima extinción de nuestra especie como en la saga de Liu Cixin, es decir, pura ciencia ficción, los medios recogen lo de la nave ET y ahí nos ponemos como locos. Cuando lo bonito, realmente, es el nombre.