La primera vez que tuve conciencia clara del fenómeno fue en un funeral. Hasta entonces, si me hubieran preguntado, habría respondido que había gente con más o menos facilidad de palabra y sentido de la oportunidad, personas que comunicaban (ya no se comunicaban) con acierto y otras que auguraban un ratico incómodo cuando se acercaban a un micrófono. Pero esto era antes de aquel iluminador funeral del que hace bastantes años. Un funeral de cuando los funerales eran previsibles y que resultó precursor porque no lo fue. Sucedió que una familiar de la finada tomó la palabra y nos ofreció un monólogo propio de un espacio de humor con su mímica, sus pausas dramáticas, su incitación a la risa, su banalidad. Se notaba ensayo. Conforme oraba la oradora, mi compañera de banco y yo nos mirábamos con crecientes estupor y riesgo, porque mantenernos la mirada más de lo necesario podía acabar en carcajada y esto, aunque excitante, no era deseable. El caso es que se creó tal ambiente que el oficiante tuvo un lapsus e invitó a la concurrencia a regodearse, como suena, con un fragmento de un conocido réquiem. ¿Que por qué lo cuento? Porque el bendito funeral me viene a la cabeza cada vez que oigo a cada vez más políticos. Únicamente preocupados por encajar la gracieta o el zasca, el juego de palabras o la piececita corta con su moraleja. Y a eso le llaman comunicar. ¿Comunicar qué? Otra vez, hace más años todavía, vivía Franco, fui testigo de cómo una abuela felliniana empujaba a su nieto a cantar Virgen Morenita y el retaco repeinado repartía sus agudos a una concurrencia ocasional. Los pelos, como escarpias. Estos políticos de la comedia también me recuerdan a ese crío ufano y crecido y a la impúdica satisfacción de su abuela en la retaguardia.