Hace unos meses, en el acto de presentación de una novela, una mujer del público me preguntó en qué creía yo. Así, de sopetón. Como diciendo: pero entonces, tú, ¿en qué crees? Sentí que esa mujer desconocida me consideraba un ateo recalcitrante, o un nihilista, o un pesimista incurable (o un conjunto de todo eso aderezado con especias picantes) y quería saber si yo tenía fe en algo. O si se puede vivir sin fe en el mundo de hoy. Presentarse en público conlleva riesgos y hay que asumirlos. Le contesté que creía en las virtudes del ajo. Fue una respuesta irónica y evasiva, lo admito, pero no me apetecía nada ponerme a improvisar allí una reflexión seria sobre ese asunto, entre otras cosas porque percibí algo en el tono de la pregunta que me resultó hostil. Hay que tener cuidado de no meterse en determinadas ciénagas retóricas. Así que ahí quedó todo. Pero la verdad es que la cuestión me interesa y me la planteo a menudo. ¿En qué creo? ¿En qué se puede creer después de haber dejado de creer en casi todas las utopías? ¿En la Política? ¿En la Justicia? ¿En el futuro del planeta? ¿En una vida digna para nuestros hijos a pesar de que lo que vemos es más desmoralizador cada día? Fe es confianza, tal como yo lo entiendo. Creer es confiar en algo. Y lo cierto es que ya no creo en cosas demasiado elevadas. Ni en la solemnidad de algunas palabras. Pero sí creo en la inteligencia, por ejemplo. Y esta es la respuesta que me doy. Algunos creen que hay vida después de la muerte. Vale. Yo creo que hay vida antes de la muerte y que hay que dignificarla. Creo en el cerebro humano porque conozco la historia de esta especie: sé de dónde ha salido y lo que ha sido capaz de hacer (aunque a ratos soy pesimista, lo admito). Pero confío y creo en la gente que me rodea porque de lo contrario estoy perdido. Creo seriamente en el humor. Creo en el poder de la risa. Y creo, siento decirlo, que el lamentable espectáculo que han montado los de Podemos Navarra este año no ha tenido ni puta gracia.