Este fin de semana he paseado por lo que hace 400.000 años fue una zona lacustre donde acudían los animales a beber. Los humanos de entonces, posiblemente de la especie H. heidelbergensis, incluso más tarde los neandertales, acudían allí a cazarlos. Ahora se recogen, en Ambrona (Soria), los huesos de esos mamuts, rinocerontes, leones y otras bestias además de armas humanas. Una tierra que ha visto ir y venir civilizaciones con la misma parsimonia que ahora en un día helador de invierno ve unos buitres subiendo por una térmica. Leía en esos parajes unos comentarios de un biólogo sueco, Svante Pääbo, que ha estudiado la genética de los más antiguos linajes de la humanidad. Él encontró que había habido mezcla e intercambio de genes entre los humanos modernos y los neandertales. Por lo que apunta Pääbo, los neandertales eran más sociables y considerados de lo que somos ahora, y se preocupa por cómo las modificaciones genéticas que comenzamos a poder hacer constituirán de hecho nuevas especies humanas aunque no queramos darnos cuenta. Las herramientas de que disponemos nos permiten ir mucho más allá que a los habitantes de Ambrona hace medio millón de años, pero nos siguen atenazando en cuanto a poder asegurar una vida digna hoy mismo, sin esperar al futuro.

Pääbo, que se reconoce bisexual y ha sido un activista desde hace años por los derechos e igualdad de las personas LGTB, sabe que solamente fuera de lo normativo se encuentra a veces la solución a las grandes incógnitas, cómo conviene apostar por aquello que no parece tan intuitivo (eso que denominamos “normal”). En paleoantropología ha sido fundamental poder pensar en nuestros antepasados como dotados de unas capacidades mucho más elaboradas de lo que los grandes trazos que encierran el concepto de “hombre primitivo” permiten. Ese es el camino. El único camino.