He pasado días tragando informativos hipnóticos. Magnetizantes imágenes de disturbios, pedradas, cargas, balas de foam, petardos, barricadas, contenedores flamígeros, carreras, resplandores. En tiempo real, durante mucho tiempo y en todas las cadenas.
He constatado muchos chicos y hombres protagonizando acciones de diferente intensidad épica -no se ven muchas mujeres en los altercados, pero representarán la mitad de la asistencia a las manifestaciones pacíficas-, desde el embozado con camiseta de tirantes y botas militares que tira un petardo con gran despliegue físico hasta los incendiarios domingueros que prenden una barricada, se sientan a verla arder en sillas de camping y hacen pensar en una nevera llena de cerveza fría. Ha habido lugar para el romanticismo y la tele ha estado ahí: ¿hay algo más enternecedor y energizante a la vez que lanzar una piedra a la policía y acto seguido besar a la amada? Bésame de nuevo, querida. Limpia ese fusil, camarada, fabulaba Neruda. Hemos visto esto en el epicentro de la acción y la versión ligth en las periferias, donde el riesgo es menor y las parejas huyen de la mano de los disparos. Para individualistas, selfies.
En una de estas, agitada por las conexiones y desconexiones con reporteras y reporteros identificados y protegidos con chalecos y cascos (alguien está haciendo negocio, qué decir de las banderas) noto que espero que pase algo. Es la dinámica de cualquier peli. Que pase algo allí, donde crecen las llamas, donde las cámaras han encallado, en esas cuatro calles. Pero no es verdad. No quiero que pase nada allí, quiero que pasen otras cosas en otros sitios, es la lógica del relato audiovisual que me atrapa y pide un desenlace. Ha nacido un género televisivo lleno de posibilidades, la kale borroka, y alguien que conoce sus ritmos y sus posibilidades lo está manejando.