Se tambaleaba el edificio de su alma, llevaba demasiado tiempo con un empeño que parecía completamente inútil, pero entonces se apareció Ella sobre un pilar de un edificio todavía por levantar. Despertó de su sueño, de su pesadilla, y continuó su labor, recogiendo los frutos en una nación que luego sería clave en la expansión planetaria de la Cristiandad, así como uno de los mayores apoyos del papado en tiempos protestantes y protestados, de sangre y fuego impregnados. Tal es el relato del milagro que suele narrarse sobre ese Santiago Zebedeo, hijo del Trueno, hermano de Juan, el discípulo amado de Jesús. Con el recuerdo de su desánimo al predicar a los duros hispanos, comienza la historia de la cristianización ibérica que luego haría, según la tradición, portar el cadáver del hijo del Trueno para enterrarlo en lo que entonces era casi el fin del mundo, Santiago de Compostela, después de ser decapitado en Judea. El Camino de Santiago, por el tráfico de todo tipo de gentes e ideas, junto con las universidades, será luego un pilar de la identidad europea. Carácter de trueno, impetuoso, intempestivo, es propio de españoles: extremos, radicales, de truenos. Unos, impregnados de ideas extranjeras, se azotaron en las celebraciones y nos azotan con autocríticas lastimeras, afligidos penitentes, por celebrar sin acusarse el día de la Hispanidad, y todo porque consideran el descubrimiento y conquista de América una invasión maligna, criticando la evangelización de esos territorios que hoy hace que el español sea la lengua más utilizada para rezar en el universo católico, tal vez porque aborrecen del legado del Resucitado. Otros, porque defienden de modo extremo el legado que nos llegó del pasado y hasta al Papa atacan con acritud cuando pide perdón en México "por los pecados personales y sociales" cometidos por la Iglesia durante la conquista", siguiendo a Juan Pablo II y Benedicto XVI. Pero no niegan dichos papas los logros del pasado, solo rechazan los abusos que, ciertamente, hubo, y que ya algunos clérigos criticaron, como Bartolomé de las Casas. Cierto que muchas tribus indígenas se unieron a los españoles en México para librarse de una tiranía crudelísima que practicaba incesantes sacrificios humanos y canibalismo: los españoles fueron liberadores, como lo fueron al llevar su cristianismo frente a una creencias horrendas que construían sociedades demoniacas sobre el pilar del terror. En seguida se hicieron con el poder, con grandes gestas militares, y el planeta cambió. Apenas llegados, comenzaron a construir catedrales, como la de Santo Domingo (1512) y su universidad (1538), pues no fueron solo a saquear esas tierras, como haría el corsario, Drake, sino a levantar el futuro de un modo permanente, como parte de España. Hay luces y sombras, sí, pero ha de ser más lo que nos une en un destino común para poder celebrarnos también en el futuro hermanados.