Desde la noche electoral del 28 de mayo, cuando la derecha empezó a festejar el entierro político de Pedro Sánchez, hasta hoy el el presidente en funciones ha ido tomando decisiones que le han conducido hasta las puertas de su segunda reelección. La más trascendental fue convocar, apenas unas horas después de darse el estacazo en aquellas elecciones municipales y autonómicas, los comicios generales para el 23 de julio. En una acción propia de tahúr, se sacaba de la manga el as que provocó que a la cita con las urnas se llegara con la constitución de los ayuntamientos y gobiernos autonómicos recientes, donde el PP enterró sus opciones de asaltar Moncloa al firmar decenas de acuerdos con Vox. La jugada le salió bien al líder del PSOE. Revertió la tendencia al alza que las encuestas otorgaban a las derechas, incluida la extrema, y se plantó ante el reto de intentar una investidura de una complejidad sin precedentes. Tres meses y pico después, Sánchez tiene la reelección a la vista tras haber superado su enésimo match ball, pese a que los de Puigdemont se resistan a firmar un acuerdo que está al caer. Estamos, por lo tanto, ante otra situación límite solventada por quien ha salido indemne de todos los envites que ha tenido tanto dentro como fuera de su partido desde que en 2014 alcanzó por primera vez la dirección del PSOE. Por aquel entonces, el bacalao de la política estatal lo cortaba Rajoy en tanto que Pablo Iglesias y Albert Rivera encabezaban sendos proyectos que iban como cohetes. Hoy los tres pertenecen al pasado. Como Aznar y González, que arremeten día sí día también contra quien, desde su camaleónica concepción de la política, está en camino de enderezar la fractura derivada del procés, tras haber contribuido a normalizar la presencia del independentismo vasco en las Cortes Generales. Algo estará haciendo bien Sánchez cuando Aznar le acusa de ser “un peligro para la democracia” y González le llama “disidente y desleal”. Más preocupante sería que esos dos personajes le elogiaran.