Cuando era chaval tuvimos los de mi generación varios asuntos que nos marcaron. Uno fue la explosión de gas en Ortuella, en la que murieron 50 niños y tres adultos. Eso sirvió para que pasara toda mi infancia preguntando al irme a la cama a ver si habíamos apagado el butano. Otra fue la explosión de una bomba de ETA que casi mata a Alfredo Muñagorri y que le amputó una pierna, se dijo que por darle una patada a una bolsa. Jamás dimos muchos una patada ya más a nada desconocido. La otra fue la muerte de un niño italiano, Alfredo Rampini, tras caerse por un pozo estrechísimo en las afueras de Roma. Una agonía que duró un par de días y que la RAI televisó en directo y de la que se hizo eco TVE -era junio de 1981- y toda la prensa nacional y local, con reportajes posteriores en las revistas en las que se nos contó el heroísmo de Angelo Licheri, un señor menudo y flaco que bajó boca abajo por el estrechísimo pozo hasta llegar a tocar a más de 35 metros de profundidad las manitas del pobre Alfredo, que resistió casi dos días. Tuvimos mucho cuidado con los pozos, también. Estos días, a todos, se nos destroza el alma al pensar en ese crío. Yo, de hecho, me enteré antes de ayer de dónde estaba el pozo, porque quitaba la voz si salía la noticia o no pinchaba en ninguna web ni leía nada. Hay un niño de dos años en un pozo, muy profundo, me basta y me sobra para comprender el horror y estremecerme imaginándomelo, a él, si es que sobrevivió a la caída. Después de semana y media, sinceramente, estoy rezando -yo, que no rezo ni creo, pero que me relaja- para que fuera todo muy rápido y para que ese pobre ángel no conociera ni el miedo ni la angustia ni la pena que les espera a sus padres desde hace 10 días. Solo pido eso, porque los niños no están creados para pasar por eso, están para jugar y para ser y hacernos felices a los idiotas de los mayores. Espero que fuera así.