Hay un espécimen bastante extendido y desde hace mucho en esta tierra y al que yo llamo marxista en cuerpo ajeno que me produce verdadera fascinación. En el rango máximo de esa fascinación está el que es funcionario nivel A o B del Gobierno de Navarra y es -o se declara- castrista, chavista, bolivariano y todos los apellidos adjetivados que ustedes quieran. Por supuesto, no tengo nada en contra de que existan y muy a favor de la inmensa mayoría de las ideas de fondo que emanan de esas ideologías y de todas las luchas obreras y sociales y completamente en contra del imperialismo yankee, español, europeo y de las multinacionales que llevan esquilmando América desde el siglo XV, pero eso no significa que no me entre cierta risa avergonzada cuando gentes que viven aquí en la propia abundancia, sin pasar un solo apuro más allá de los normales, son capaces sin ningún asomo de duda de sentenciar qué es bueno, qué es malo, qué es pésimo y qué es lo aconsejable para una señora de mediana edad de Caracas con 3 niños o para un agricultor chileno o para un desempleado ecuatoriano. Que la derecha, el fascio, los EEUU y todo eso siempre van a tirar por donde han tirado, es evidente, pero eso no convierte de facto a quien pelee contra eso en bueno en sí mismo. Puede ser buena la idea, el fondo, pero no tiene por qué ser digno ni el resultado ni el sistema utilizado. Pues nada, los sigo viendo y leyendo, de turismo emocional e ideológico proclamando su postura a miles de kilómetros de distancia. También, por supuesto, se dan en el otro extremo. Pero del otro extremo no espero nada. De este espero al menos que tengan la dignidad de entender que no por pelear contra los demonios se convierte uno en ángel. Y, sobre todo, que hablar y escribir -esto lo que más- es tirado y a veces entra vergüencita. Pelear, por supuesto. Discursitos en espalda ajena, como que sobran.