Es fascinante lo desprendida -y lo solidaria y lo ecuánime- que es la gente con el dinero ajeno. Se recaudan cientos de millones de euros para arreglar una iglesia -pero mucho más que eso, una obra de arte histórica y sublime, aunque gane porque está en París, en una zona preciosa de París, que ya es preciosa de por sí, si Notre-Dame está en una esquina de Manchester siendo la misma Notre-Dame no sería universalmente querida- y al instante ya están los lamentos de “y la gente muriéndose de hambre en el mundo”. Si Notre-Dame no se quema esos millones de euros no hubiesen ido a paliar el hambre en el mundo. No hubiesen ido. Como no van los millones que nos gastamos en copas, viajes, libros, teléfonos, gimnasio, internet, tabaco, drogas, ropa, gominolas y decenas de cosas. No van. Y no van porque no las apartamos para eso. No solo los millonarios que han dado dinero para la reconstrucción y “no para” no sé qué -no tenemos ni idea de para qué dan dinero los millonarios, dicho sea de paso- sino nosotros, los que no somos millonarios pero nos sobra el dinero. Vayan, vayan pasado mañana a alguna oenegé o fundación o asociación que ayude a los que más necesidades tienen ya sea en sus ciudades o en zonas desfavorecidas y pregunten a ver cuántos indignados se han hecho nuevos socios desde el lunes y van a aportar una parte de su salario mensual -de multimillonarios en comparación con centenares de millones de personas-. ¿Intentamos adivinar la cifra? Cero o tendente a cero. En cambio, en las redes sociales es sencillo poner el grito en el cielo. Y me incluyo, esta estupidez es muy general, es una reacción humana comprensible, pero básicamente inútil y por supuesto escapista, puesto que como siempre deja el peso de la crítica en lo que hacen los demás y en “lo mal que está el mundo”, como si “el mundo” no incluyese lo que hacemos cada uno en él cada hora de nuestra vida.