He votado todas las veces desde que tengo la edad necesaria para ello y ni siquiera cuando andaba con esa edad idiota de creerme más listo que nadie -que dura de los 14 a los 84 años, aproximadamente- y más enrollao que ninguno por ir de abstencionista y “todos son iguales” y “a mí ahí con el populacho adoctrinao y teledirigido no me vais a pillar” me dio por ahí. Me pudo dar, por supuesto -aquellos que se abstienen con un discurso elaborado, propio y no lleno de tópicos me producen todo el respeto, los otros también, pero algo menos-, pero fui a votar. Imagino que tiene que ver que de vez en cuando pensaba que mi padre pudo votar por vez primera a los 36 años, mi madre a los 35, que mi abuelo materno no votó entre sus 34 años y sus 75, el paterno entre sus 26 y sus 67 y que mi abuela materna no votó hasta que cumplió 60 años. A veces, por supuesto, cuesta un montón encontrar la motivación necesaria para ir allá y meter la papeleta y más -creo- en estos tiempos que corren, en los cuales sabemos tanto de los candidatos que acaban convirtiéndose en más importantes que en lo que firman y promulgan, cuando no es así: los políticos son lo que hacen o lo que dicen que van a hacer, poco más. Cuesta, claro que cuesta, en un país tan sumamente politizado y mediáticamente intoxicado por nimiedades, mentiras, falsedades e intereses. Pero acabo yendo siempre y luego me siento mejor, porque a fin de cuentas soy yo el responsable de mi decepción posterior ineludible y no otros y considero que tengo aunque sea un poco más de base moral para quejarme que quien no vota y además hace gala de ello. No sé, votar es un asunto que se negó a millones durante siglos y que aún tienen prohibido a la vuelta de la esquina, así que yo al menos iré siempre que pueda. Esta vez con algún motivo más. Porque hay mucha gente por ahí que me recuerda terriblemente a cuando no se podía votar.