Hubo un tiempo en el que no hacía falta ser -o parecer- una bellísima persona plena de virtudes y capacidades comunicativas y sociales y que mostrase principios inquebrantables y una fe en sí mismo a prueba de bombas para que a un deportista se le admirase: bastaba con que fuera bueno o buena en lo suyo y a ser posible no un perfecto cabrón, pero no era necesario que ya fuera en el terreno de juego o lejos del mismo se nos apareciese como una mezcla de Gandhi, el Dalai Lama y nuestra abuela. Gente como McEnroe, Hugo Sánchez, Gajate, Mina, Fignon, Meneghin, Larry Bird y cientos más eran excelentes deportistas en lo suyo -cada uno a su nivel- que hoy no hubiesen pasado la prueba del buenismo extremo actual, ya fuera por su rudeza, mal genio, boca larga o malos modales o todo junto. Ahora, para cuando encuentras uno así te cruzas con 100 que parece que los han hecho con molde y que los sientas en una silla a que te cuenten sus claves y te sueltan todos parecidos salmos bíblicos sobre superación, capacidad de sufrimiento, la importancia del entrenamiento y todo esto. Que está muy bien, no diré que no, pero que no deja de ser algo que es interesante para trasmitir a los niños pero un turre algo cansino cuando lo tenemos que oír día tras día los adultos aficionados a los deportes, que parece que estás en misa de 11. Recuerdo con pasmo a gente que me decía y se creía que “a mi de Induráin lo que mas me gusta es lo buena persona que es”, como si no le hubiese admirado por lo que ganó, que es el 99% de la admiración que se produce en los demás. Luego están los añadidos de cómo se gana y qué se hace y dice y está muy bien, sí, pero son eso: añadidos. Bellísimas personas que hacen deporte pero no ganan hay miles. Se admira a los que ganan o ayudan a ganar a otros y se entregan. Si a Bogut no le pitan falta en semis se iba a estar hablando tanto de Ricky Rubio. Tururú.