uestra casa en el pueblo está a más de 1 kilómetro del pueblo. La construyó mi bisabuelo, el padre de mi abuelo materno, hace más de 100 años y mi abuelo y mi abuela la terminaron de hacer por dentro hace 80. Necesita arreglos cada equis tiempo porque el entorno es tan hermoso como agresivo. Pasé allá, como mis primos y hermanos, todos los veranos íntegros hasta que empecé a trabajar y ahora vamos lo que podemos. Es tanta la humedad y está tan pegado al río y a la montaña -el sol no le da de octubre a marzo- que es casi imposible estar de seguido fuera de los meses de mayo a septiembre. El pueblo es pequeño, desde que soy niño nunca tuvo más de 100 habitantes. Ahora no llegará a 40. Muchos días ni siquiera sales de aquel rincón y el que sale se encarga de coger el pan y la prensa o algo que haga falta. A veces eras el único niño allí, si tus hermanos estaban de campamentos o cosas así y tus primos no habían ido aún. Mi hermano, por ejemplo, se instala allá en verano solo, tan contento. Vamos, que estamos bastante hechos al aislamiento, a circular durante horas y horas y días y días y hasta semanas por la casi absoluta soledad social, oliendo las cosas tal y como huelen y sintiendo el paso del tiempo sin ninguna alteración. Las veces que he salido a la calle desde el 13 he sentido parecidas sensaciones. Y además huele a lo que huelen las cosas. En ciudad, claro, los olores son distintos: más y algo más amortiguados, pero es un olor que no recuerdo haber sentido creo que nunca en ciudad. Ha bajado el tráfico más de un 80% y la contaminación, por ahí. Creo que nunca en mi vida habrá estado en esos niveles, así que cuando cruzo las calles hacia el supermercado es como cruzar por el campo de Michel y Juan Carlos para llegar a la borda de Juan Luis. Mucho más feo, pero respirando aire de verdad. Es inquietante, pero espero que también esperanzador.