aseé el viernes un buen rato a la tarde noche por la zona media de la ciudad esta en la que desde hace más de diez días más que el otoño ha entrado ya el pre invierno y, de una extraña manera, me sorprendí de mí mismo. Me sorprendí de que me sigan sorprendiendo cosas, algunas de las que pasan en esta sociedad. Anduve por donde las txoznas de la avenida Roncesvalles y también por calle Amaya y en general por el Segundo Ensanche, tan machacado a nivel comercial como el resto de los barrios. Allá, en los interiores de numerosos bares y restaurantes, nuevos y clásicos, andaban gentes de ya sus 60, 65, 70, 75 y hasta 80 años, muchos de ellos con las mascarillas quitadas y dándole al diente y a la glotis, al parecer ajenos a las evidencias científicas o precisamente nada ajenos a ellas pero decididos a que, si algo ha de pasar, que sea allí y de esa manera, el día que toque, mesa para cenar para 4. Ya lo dice el refrán: el navarro come mucho, bebe fuerte y le enseña los cojones a la muerte. El viernes por la tarde noche vi cojones a patadas. Cojones y muchos ovarios también, que anda y que no vi cuadrillas de octogenarias, que no se cortan tampoco mucho -algunas, claro- y en los cafés clásicos del centro se juntan a, con las precauciones que ellas consideren, hacerle una burla al destino. No tengo un juicio de valor que realizar al respecto, cada cual en esta vida es libre de ir tentando a la suerte de la manera que estime más oportuna y no soy nadie para inmiscuirme en eso. Siempre y cuando, eso sí, luego cada cual sea capaz de si sucede algo asumir la parte de exclusiva responsabilidad individual que le toca y no dedicarse a lanzar balones fuera con mayor habilidad y contundencia que la defensa de la Real Sociedad de Ormaechea. Esa gente no eran ni adolescentes ni inmigrantes ni ningún grupo señalado con el dedito acusador que tan fácil usamos. Guardemos el dedo.