ace ya más de 40 años que cada martes y jueves entraba en el portal 4 de la plazuela de San José, subía las escaleras hasta el último piso y allí se abría la puerta del delicioso taller de pintura, dibujo, escultura y grabado que tenían José Antonio Eslava e Isabel Cabanellas, donde muchos niños y niñas nos peleábamos con las hojas en blanco y nuestra imaginación infantil. Unos metros más allá, pegada a la catedral, en la última casa antes de la calle Redín pero aún en la plazuela de San José, tuvo mi tío Vicente Arnoriaga Nagore un pequeño estudio del que una vez sacamos para una exposición aquellas fantásticas esculturas de mujeres desparramadas a las que en casa llamábamos Las gordas. Cualquier pamplonés, no obstante, tiene en su mente la imagen de la plazuela de San José como uno de los lugares más mágicos que hay, que se eleva ya a la máxima expresión cuando hay cientos de sillas de madera extendidas por el suelo para que se pueda ver cine en verano. Es un sitio especial, precioso y tranquilo. Leo que el ayuntamiento y hosteleros están negociando instalar terrazas para poder superar lo más dignamente posible esta crisis que a muchos les impide casi abrir su negocio -y la cosa pinta cada día peor, por desgracia-. No sé aventurar, pero quizás nos quede un último arreón cabrón de verdad hasta abril-mayo y la única manera de que la hostelería o parte de ella saque la cabeza venga de esta clase de ideas. Lo que no termino de comprender es que no leo por ninguna parte que el Ayuntamiento haya consultado o tanteado a los vecinos, que siempre son el último mono y que tienen que tragar con lo que otros deciden sobre su hábitat vital. Siempre es igual y al final solo se logra que situaciones que pueden llegar a ser entendibles o asumibles generen rechazo sí o sí por las maneras en las que se trata a quienes más padecen las molestias. No aprenden. Y mira que es fácil.