e había equivocado de ciudad. En una ciudad en la que al menos un tercio iba con castellanos o con naúticos y Lacoste o derivados y chupas vaqueras con borrego, otro tercio con playeras J'Hayber y pintas de jurrus y luego una amalgama de heavys, hordas de chandaleros y muchos con lo que se podía, aquel tipo con coleta pelirroja, dobladillos en los vaqueros altos y botas negras y gabardinas no pegaba, con ese aspecto entre punki, mod y gótico inicial que más hubiese encajado en Londres o en París. Se había equivocado de planeta, posiblemente también, porque Luis Azanza era simpático, cariñoso, sonriente, dulce, hablaba despacio y con entonación ascendente y aunque no carecía ni mucho menos de carácter la sensación al hablar con él era que salvo cosas que atacasen a la profesión de fotoperiodista y a la dignidad propia y de los demás sus conversaciones siempre tendían al buen clima y a reírse y a tratar de no crisparse ni crispar, a pasar un buen rato comentando el día a día de esta ciudad que le tenía muy visto por suerte desde los primeros años 80, cuando siendo apenas veinteañero se convirtió con sus pelos y su inimitable figura en un icono de la misma, porque allá donde pasara algo estaba Luis con su cámara, retratando los latidos de aquellos años tan turbulentos y a Osasuna y a San Fermín y a Indurain y a la calle, con ese ojo tan personal y tan suyo, que le hizo ganarse un hueco en algunas de las mejores publicaciones del país. Luego la actualidad fue decayendo, cayeron los encargos y Luis y su eterna chica Berta se metieron más en el vídeo y otras artes, siempre con talento y toque propio. Ahora Luis se ha llevado su coleta a otra parte, mucho antes de lo debido, y nuestras calles ya notan que faltan sus botas y su mirada, la mirada que nos miró a todos con ojos amables y cariñosos, que hoy miramos su recuerdo con los ojos llenos de lágrimas y de tristeza.