a la sensación contemplando el número de casos que registra Navarra en las últimas semanas de que nos lo pasamos muy bien en septiembre, octubre y noviembre y que fruto de ese placer, que bien está, en diciembre nos está entrando cierto acojono, viendo el ritmo al que los hosteleros nos avisan de que se están cancelando comidas y cenas y quedadas. La pandemia, como pesimamente se anunció, no solo no había finalizado, sino que se ha venido de parranda con nosotros, que somos los más fiesteros del país o casi, y así tenemos la tasa más desbocada de todas. Por suerte, si uno mira los gráficos, se ve que con este nivel de casos hace 13 meses -2ª ola, la más parecida en IA antes de la vacuna- había el triple de ingresos hospitalarios diarios -de una media de 30 se ha bajado a una de 10- y casi 12 veces más fallecimientos diarios. La diferencia, por tanto, es en ese sentido abismal. Sin embargo, dada la ausencia total de restricciones y el gusto por los interiores y el jarreo-papeo que tenemos en esta tierra y por supuesto las temperaturas más bajas y otras circunstancias que hacen que vivamos más dentro que fuera nos encontramos en niveles de casos nunca vistos, casos que no han empezado por los niños menores de 11 años, sino que nosotros los adultos hemos llevado a los menores de 11 años. Lo digo porque las condiciones de las escuelas aquí son idénticas a otros lugares y nuestros no por ahora vacunados niños menores no son más proclives que en otros lugares a contagiarse: nos hemos contagiado más los adultos y les hemos contagiado más, porque somos nosotros los que nos ponemos más en riesgo que ellos. Y a pesar de ser una ola más benigna, esta incidencia tan alta no está evitando que haya más de 100 ingresados y más de 20 en UCI, que son números cuando menos preocupantes o que ya están embarrando de nuevo la Navidad y con Ómicron ahí acechando. Una puta pesadilla.