e parece que la vez que más cerca estuve de una procesión de Semana Santa fue una tarde-noche de juerga en Peñíscola hace casi 25 años. Pasaban aquellas gentes con sus trajes oscuros y sus mantillas y sus pasos y cristos y cosas y uno no podía dejar de sentir que vivía en un planeta muy peculiar. Otra fue en Toledo, esta vez no de juerga, hace menos años, aderezado por la mayor exhibición que he visto en mi vida de banderas españolas: en balcones, en trajes, en figuras. Era una escenografía berlanguiana totalmente y en mi infantil ilusión esperaba que en cualquier momento apareciesen vestidos de cura Rafael Alonso o Manuel Aleixandre o Agustín González y que alguna de las beatas fuese Aurora Bautista o Queta Claver o la mismísima María Isbert. Yo veía todo aquello, en silencio, claro, respetando aquel interés que se sentía, y aunque intuía que de alguna manera bastantes personas procesionaban por verdadera fe también creía que otras muchas -no pregunté a todas, debería haber un contador interno que estas estadísticas las llevase y publicase, nos facilitaría mucho el conocimiento del ser humano y de la sociedad- estaban allá porque les encantaba el figureo, disfrazarse y ver y ser vistos. Otras, seguro, estaban a regañadientes, porque había que ir. Pero muchas iban a gusto. Es que tengo para mí que ver y ser visto es para muchas personas prácticamente un leiv motiv, sin el cual quizá no sepamos pasar. Es de algún modo como funcionan las redes sociales: entras, husmeas, miras y, si te animas, publicas algo para que te miren o lean o se hagan una idea de cómo eres o qué haces o te gusta. Se llega a niveles de exhibicionismo físico, mental o vital que vestirse de nazareno es una broma comparado. Vamos, que cambian un poco los sistemas y los escenarios, pero más o menos somos como toda la vida. Lo que no sé es si esto es para celebrar o para echarse a correr.