Conocí a Abdelaziz en un centro de menores hace un año. Sí, es un “mena”. Ahora tiene 15 años y se mueve como un relámpago que cruza la oscuridad. Sus ojos son un par de ventanas abiertas al crepúsculo. Nació en la aldea marroquí de Beni Abdallah, donde la miseria no te hace compartir los mismos sueños, sino las mismas pesadillas. Un lugar áspero que, como dice Mestre, solo madruga para ir a fabricar el agua de las lágrimas. Allí, tiene dos hermanas raptadas que cuidan a una madre ciega y un padre desconocido. Tenía también dos hermanos que firmaron su finiquito en el mar de todos los muertos. Abdelaziz jamás fue a la escuela. Nació en una región donde la producción de hachís y la emigración son el santo y seña de su historia. Allí el 95% de la población es pobre. Porque ni las remesas de los prófugos ni el hachís dan para vivir. Abdelaziz tenía un libélula en el corazón mientras otros tienen un patria. Así que solo le quedaba huir. Lo encontraron en Algeciras adosado a los bajos de una furgoneta. Al ser descubierto ya sospechó que llegar al destino desilusiona un poco. El resto se lo cuenta Abascal, un outsider de la política experto en retórica cloacal del racismo, un tipo convencido de la eternidad del orden. Para este menda, Abdelaziz, como todos los “menas” que él conoce, es un criminal que viola, maltrata, pone en riesgo a las mujeres y roba. Y así hasta el paroxismo del disparate.

Abdelaziz es un niño. Y los niños no delinquen. Puede hacerlo físicamente, pero la responsabilidad jurídica no es suya, es de su tutor. Porque es un menor tutelado y él no es responsable. Y ese tutor, el Estado, tiene la obligación de cuidarlo y protegerlo. Pero nunca criminalizarlo.

Abascal, ese tipo que disimula el puñal bajo una sonrisa, jamás entenderá que Abdelaziz solo vino para vengar la trama oscura de su infancia. Pero su discurso cuaja como la sangre de los mataderos.