Enciendo la tele como si encendiera un lanzallamas. Y vomita una nueva muerte. De esas que sumamos a la ferocidad de la estadística. Y poco más. La de una mujer paraguaya de 40 años que trabajaba en un prostíbulo. Su asesino; tal vez un cliente insatisfecho. Y al escribir esas dos palabras, "trabajaba" y "cliente" el teclado tiembla como la imperfección de un soneto. Así que diré que era una mujer racializada, pobre y explotada por un torturador sexual. Y es que el neoliberalismo patriarcal ha convertido a las mujeres en mercancía. Pero lo más grave es que ha dotado de sentido ideológico a esa mercantilización, naturalizando y legitimando una práctica que en 2015 generó 23.000 millones de euros de negocio en España. Y ciertos discursos y feminismos participan de ello argumentando que cada una es libre de hacer con su cuerpo lo que le salga del coño. Es el mito de la libre elección. Pero no es del consentimiento individual de lo que debemos hablar, en el postcapitalismo todo consentimiento está viciado, sino de este sistema que convierte a las mujeres en bienes consumibles por los hombres y puteros amparados en el derecho de pernada democrático que permite la regulación o la inhibición legal. Por eso la prostitución es el mayor privilegio masculino.

Esta muerte es una más del feminicidio prostitucional. Porque si hay un grupo de mujeres contra las que la violencia de género se muestra en toda su crueldad, esas son las prostituidas, mujeres sin escapatoria y brutalmente sexualizadas, expulsadas hasta de sus propios cuerpos. Mujeres que ni siquiera cuentan como víctimas de violencia porque Ley Integral contra la Violencia no las reconoce. Mujeres invisibilizadas tras asesinatos disueltos en la nada. Porque esta es una sangre que salpica, pero de reojo.