osefa murió tras siete días luchando contra un vértigo extraño, como si muriera a cámara lenta. Murió en el hospital, cuidada, sí. Pero sola. Tenía 85 años y tres hijas muy pendientes de ella que respetaban su independencia todavía vital. Pero Josefa murió sin su compañía, sin sus nietos, sin siquiera una mano para sentir el ultimo calor. Incluso su entrada en la tierra más profunda se quedó sin epitafio. Fue un instante de fuego frío. Solo un ruiseñor desafió aquel terror religioso. Así fue su muerte, blindada por el riesgo ajeno. Así que sus hijas aún se preguntan cómo hemos llegado a esta deshumanización. Y me pregunto cómo podemos aceptar, aun en nombre del riesgo, que Josefa y miles de seres queridos mueran solos, algo que no ha sucedido nunca en la historia de la humanidad, desde Antígona hasta hoy. E incluso que sus cuerpos sean quemados sin funeral o ritual que nos consuele. Me pregunto, con Giorgio Agamben, cómo hemos aceptado en nombre del riesgo limitar nuestra libertad de movimientos hasta un grado nunca visto en la historia. Ni siquiera durante las dos guerras mundiales donde el toque de queda duraba unas horas. Me pregunto, cómo en nombre del riesgo ajeno, que yo también acepto, hemos reprobado nuestra amistad y amor, porque nuestro prójimo se ha convertido en una fuente de contagio. Más aún, me pregunto cómo la Iglesia, al convertirse en sierva de la ciencia, ha llegado a renunciar a sus principios más esenciales, como es visitar a los enfermos. Porque incluso el mismo papa Francisco en 2013 abrazó a los leprosos. Y me pregunto si después de 40 días de confinamiento no estaremos perdiendo toda visión ética del mundo y de la vida. Me pregunto. Pero las cosas normales son lo primero que desaparecen tras una catástrofe.