yer comenzó el negocio. Y siento que hablar de las ganancias privadas de esta vacuna puede resultar ofensivo para los miles de muertos por este virus inclemente. La humanidad entera lleva casi un año fuera de órbita tratando de volver a la casilla de salida. Por eso la urgencia de todo esto. Y sin embargo, hay que hablar. Porque esta pandemia está fagocitando toda crítica bajo el manto de la urgente sanitarización de la vida amenazada.

Se han invertido casi 5.000 millones de euros de dinero público en esta vacuna que ayer Francisco Guerrero Caña estrenó en Navarra. Y se calculan 32.000 millones de beneficio privado. Me dirán que se salvan vidas, sí. Pero escuchen a la científica Els Torreele: "Esta pandemia muestra la manera en la que funcionan las cosas habitualmente. Ahora hay más inversión pública que nunca, pero el control sigue en manos de las empresas privadas: tienen la propiedad intelectual, fijan los precios y deciden cómo hacer los ensayos clínicos". Y esto no tiene nada que ver con el movimiento antivacunas. Pero sí, y mucho, con el análisis de clase del coronavirus y sus consecuencias.

El último Le Monde Diplomatique reflexiona sobre la industria farmacéutica africana. África concentra el 25% de los enfermos del mundo. Casi todos desprovistos de seguro médico. África importa el 90% de sus medicamentos. Más de cien mil niños africanos mueren al año por ingerir sustancias adulteradas. Allí hay un auténtico interés en que no se desarrolle una industria farmacéutica africana. Porque las patentes siguen en manos de multinacionales que las distribuyen a los fabricantes de genéricos asiáticos que las cobran a doblón. Sudáfrica ha pedido a la OMS que suspenda los derechos de propiedad sobre las vacunas y medicamentos durante la pandemia. Y de eso va este negocio. También. Vale, céntrate, me dirán. Pero al menos que esto no nos inmunice ante lo que pasa ahí afuera.