é que están cansados, cítricamente cansados. Y que cualquier cosa no nos sirve de consuelo. Ni siquiera esas plazas robadas sin afecto ni paz. Y sé que esta pandemia nos está volviendo más conservadores. De pensamiento, palabra, obra y omisión. Ya no es el miedo o la reiterada retahíla diaria de contagios, ingresos o muertos. Casi asumidos sin desesperación como parte de un guión sin redención. No, es ese cansancio que nos lleva a simplificar al máximo todo. A relativizar todo en beneficio de un futuro incierto. A no tener más planes que levantarse y vivir. Mientras tanto, la máquina que cada día se levanta para poner en marcha la realidad se comporta como un agujero negro que te atrapa y te abre un boquete. Y fuera hace mal tiempo.

Quizás hoy mismo, Pablo Hasél ingrese en prisión por escupir tuits cargados de cianuro o por escribir y rapear letras oscuras como si fueran herejías fúnebres. Contra el rey, la policía, los tribunales, la religión o la corona. ¿Y qué? La semana pasada dos polis pasados de rosca y al amparo de la ley Mordaza torturaron a un padre en presencia de su hija en Linares. Sin más. Excesos policiales al por mayor sin más recorrido que la retirada de su placa. Eso mismo viene denunciando Hasél desde hace tiempo. Y no es tanto el hecho en sí, sino la libertad de decirlo como te salga. Dice el catedrático de Derecho Penal Joan Queralt. “No se trata de compartir o no los excesos verbales de Hasél, sino de recordar, como decía el Constitucional en sus buenas épocas, que la libertad de expresión no garantiza el derecho a no ser inquietado, sino todo lo contrario”, agrega el catedrático, que considera “un disparate” el ingreso en prisión de Hasél.

Hay que protegerse, fuera hace mal tiempo. Pero el pasado día 13, Día Contra la Tortura, la historia hizo un gesto de justicia poética. Galindo, el torturador general, murió ese día. Agotado en su propia vileza.