o queremos aliados feministas, queremos traidores del patriarcado". Leí esto en una pancarta y me sentí interpelado. Entonces pensé en mi feminismo de manual, en esa pose facilona de pin en la solapa. Sin riesgo alguno. La frase me pedía ser un traidor del patriarcado. Y eso es jugártela. Porque exige saber y querer traicionar al modelo que nos ha construido como hombres. Con sus privilegios y su botín de guerra. Incluso como hombres "feministas" con sus comillas. Porque traicionar al patriarcado significa renunciar a ese lugar seguro, a ese modelo que me ha proporcionado poder, significado, protagonismo, escenario y voz. Y eso no es fácil. Porque supone entrar por la puerta grande de mi masculinidad patriarcal y salir por las cloacas de mi mismidad masculina haciéndome el haraquiri. Es decir, suicidarme a pelo como varón.

Me planteo esto hoy 8-M. Un día para la inmovilización de los hombres. Porque hoy nuestro lugar no está ahí. Está en el día a día igualitario, cediendo protagonismo y renunciando a muchas franquicias que sustentan nuestras masculinidades. Hablo así a sabiendas que esto exige perder poder, ceder terreno y casi dejar de ser. Lo que viene después es un cortocircuito. Porque implica bajar a regional y celebrarlo. Y me pregunto cómo se hace esto para hacerlo bien y creíble.

Hay varias propuestas ideológicas y operativas en el mercado. Tengo claro que las más exigentes me llevan al ostracismo. Como un extranjero en busca de nuevas tierras. Porque como dice Pablo Santos, un activista que coordina "Privilegiados", un laboratorio para hombres que quieren acercarse a prácticas más feministas: tenemos dos opciones, o seguir siendo paracaidistas el 8 de marzo o entender que nos toca juntarnos con otros hombres para cuestionar nuestros privilegios. Para perder y poder equilibrar la balanza.