Mañana es el día de San Nicolás. En nuestro entorno ha sido una fiesta de un gran calado pero que hoy en día sólo se conserva en algunos lugares, como Burgui. Allí los niños y niñas acompañan al obispillo, que es uno de ellos vestido de obispo San Nicolás (no de rojo y blanco) y van de casa en casa cantando y pidiendo un aguinaldo, como en otras celebraciones de invierno. Hasta aquí lo que yo ya sabía. Lo que no conocía, sin embargo, es qué ha pasado para que San Nicolás, al igual que otros personajes navideños, acaben haciendo regalos de manera desenfrenada. Esto lo aclaró muy bien el otro día el antropólogo Oier Araolaza en una charla organizada por el Ayuntamiento de Ansoáin. Explicó que antes el rito conllevaba una participación activa de la comunidad. Las personas que participaban en la cuestación tenían una actitud activa: vestían al personaje y ofrecían cantos y bailes a cambio de algo de comida, bebida o dinero. Lo que se les daba era el pago por llevar la fiesta y la alegría al vecindario. Se trataba de una costumbre que creaba vínculos entre los miembros de una comunidad. El cambio se produjo cuando San Nicolás llegó a Estados Unidos. Allí las grandes corporaciones enseguida vieron la posibilidad de negocio y comenzaron a atribuir al santo unos poderes especiales, que son los que hacen que recibamos regalos sin tener que hacer nada a cambio. El rito se concibe como algo mágico y se desactiva el sentido del trueque y de la comunidad, que es lo que le interesa a la economía de mercado, en definitiva. Y lo mismo ocurre con el resto de personajes navideños.

Mañana en Burgui habrá poca magia y mucho calor humano, que es, al fin y al cabo, lo importante.