Hay que ver First Dates. Al menos, de vez en cuando. Yo lo hago. Me gusta ver caras de gente no famosa. En teoría es un programa de amor, pero el amor es un concepto nebuloso. Cada cual tiene sus expectativas (y sus experiencias): todo el mundo cree tener algo importante que decir al respecto y al final es un lío. Para mí, el verdadero tema del programa no es el amor sino la gente. Lo que vemos ahí es gente. En concreto, españoles. Quizá más de unas autonomías que de otras, pero eso no viene al caso. Mi madre, que ya es octogenaria, dice que ahí sale gente muy rara. Y sin embargo yo creo que lo que sale, precisamente, es gente normal. Y creo que gran parte del desconcierto y malestar contemporáneos proceden de que no sabemos cómo es la sociedad en la que vivimos. La gente de hoy. Creemos que tienen que ser más o menos como nosotros. Y no. A mí, lo que me fascina es la maravillosa diversidad que se nos muestra. La pluralidad de estilos. De discursos. De estéticas. De sexualidades. Yo estoy aprendiendo mucho. A veces nos dejamos influir por prejuicios y estereotipos del pasado. Pero el pasado, pasó: alegrémonos. Cuando yo era un adolescente la sociedad española era muy homogénea. Todo el mundo vestía y se peinaba igual. El régimen militar y la Iglesia católica controlaban eficazmente la opinión pública y dictaban la moralidad hasta en lo que tenía que ver con la largura de las faldas. Aquello quedó atrás. El ser humano cambia. Evoluciona. El español también, estoy seguro. Y en el terreno concreto de las nuevas identidades de género y de las nuevas formas de entender y vivir la sexualidad, el asunto se ha complicado mucho. Pretender ignorarlo es ingenuo. Esforzarse en desconocer la diversidad es perverso y propicia el fascismo. No obstante, ante cualquier duda al respecto, recordar siempre la cita de Victor Hugo (autor del siglo XIX): La libertad de amar es tan sagrada como la libertad de pensar. Lo suscribo.