Estaba aburrido y me puse a hacer un sudoku. De nivel fácil, por supuesto. Lo resolví en seguida sin demasiado esfuerzo. Luego intenté hacer uno de nivel difícil pero me dio dolor de cabeza. Me puse un sombrero: solo por probar, pero el dolor se intensificó. No te pongas sombrero cuando te duela la cabeza, pensé. Así que decidí salir a dar un paseo para despejarme un poco. Por casualidad me encontré con un amigo del pasado al que no veía hace años. Iba con una mujer. Me la presentó (tenía un nombre pomposo que no viene al caso): era una mujer normal. Es decir, tan especial como todas las demás. La cuestión es que el hombre se empeñó en que fuéramos a tomar algo. Él pidió un whisky y ella también, aunque de marcas distintas. Yo pedí una cerveza. Nos sacaron un bol de cacahuetes. Entonces me di cuenta de que algo iba mal. Ella decía que no quería cacahuetes y él se mostraba reticente y sarcástico con ella por esa razón. Cosa que me molestó, naturalmente. Los amigos del pasado son muy peligrosos. En realidad, todos salimos de la misma oscuridad, vamos hacia adelante y llegamos al mismo agujero negro, pero en el camino puede haber cosas no tan sencillas. Dijo que estaba atravesando una mala racha y me puse en guardia. La mujer se echó a llorar de repente. Le miré de soslayo mientras bebía, me sentía incómodo. Entonces él me contó una triste historia. Todo sonaba muy confuso. En un momento dado, dijo: mejor te lo voy a contar desde el principio. Total, pedimos una segunda ronda y más cacahuetes salados. Me puso la cabeza como un bombo. Al final, ya sabes: me tocó pagar la cuenta y prestarle algo de dinero. No todo lo que decía necesitar, pero sí algo. Y encima tuve que soportar que me diera unas palmadas en la espalda y me llamara campeón. En cuanto los perdí de vista me volví a casa y me tomé un ibuprofeno. Hay días que no sirven para nada.