na vez mi hija mayor vivió más de año y medio en Yakarta, una ciudad de diez millones de habitantes en el norte de Java. Dijo que era una ciudad sin librerías. Eso fue lo que más me sorprendió de todo cuanto nos contó de ese lugar. Aunque más que sorprendente, resultó en realidad perturbador para mí. Una ciudad sin librerías, ¿cómo es posible? Ahora estamos viviendo una tragedia rara, me temo. No es que no sepamos lo que pasa, es peor: no sabemos lo que va a pasar: la velocidad a la que van a cambiar las cosas: las cosas que vamos a perder más o menos rápidamente. Así que me preguntaba si desaparecerán las librerías. O ¿cuándo? Porque la verdad es que ya quedan pocas. Y no temo por los libros. Sé que siempre se editarán libros. Recuerdo que, hace no mucho, muchos auguraban la muerte del libro. Pero de eso nada. Cada vez se editan más. La gente prefiere leer en papel, eso ha quedado claro. Lo que hay que salvar son las librerías. Lector que amas los libros y los compras por correo, mon semblable, mon frère, ¿acaso tú no eres un poco culpable de que se hundan tantas librerías? El otro día fui a hacer cola a la puerta de la librería. Había que entrar de uno en uno con mascarilla, untarse ese gel en las manos y no demorarse. Los libros estaban ahí, pero no se podían tocar. Había que pedir el título deseado o encargarlo. El librero tenía un extraño aspecto: se había puesto una bata azul de tendero de antaño y el protector facial con la visera de plástico transparente, y además estaba detrás de una pantalla de metacrilato instalada en el mostrador. Y ni aun así me hizo gracia aquello. Me sentí como formando parte de una novela de futurismo distópico y triste. Espero que esta maldición pase pronto porque me está entrando el mono. Las librerías son espacios de libertad. Son (o eran) templos. Y se tiene que poder tocar. El tocar es libre en las librerías. El amor está en el tocar, dicen los franceses. Y amamos los libros. Hay que salvar las librerías, ayudadme.