asta cierto punto, echo de menos los tiempos en los que había menos cosas. Supongo que será porque ya tengo una edad. Sí, una edad, qué gracia. Siendo joven, una bruja guapa me leyó la mano y me dijo que no iba a llegar a los cincuenta. Y ya ves. No sé por qué lo diría, pero bueno. Tampoco sé que habrá sido de ella. El caso es que estaba haciendo limpieza, bajando trastos al garaje (porque cada vez hay más cosas y se acumulan más trastos por todas partes) y de pronto me he quedado paralizado y como pensando, con unas cuantas viejas casetes de Tom Waits en la mano. Digo Tom Waits, como podría decir Bob Dylan o Neil Young. En fin, no las quiero tirar, pero ya no las pongo nunca. Y no es que no siga escuchándolas en Spotify, claro. Uno siempre escucha las mismas canciones, creo. Pero me he quedado pensando en eso: en las pocas cosas que teníamos: en aquella clase de mundo. En cómo pasaba entonces el tiempo: las horas y los años. Y en lo que costaba comprarse una nueva casete, por ejemplo. O sea, en lo que tardaban en cumplirse los deseos. ¿Será igual en cada generación? Los jóvenes de ahora, cuando alcancen una edad, ¿recordarán también con nostalgia las carencias, la lentitud y los inconvenientes de antaño? Sea como sea, el exceso y acumulación de cosas tiene algo pernicioso, estoy seguro. Dudo que pueda explicarlo, pero intuyo que es así. Y respecto a la edad, aspiro a ser un anciano flaco y austero. No es que pretenda durar más de la cuenta, al contrario. Sé que decidiré conscientemente el final de mi vida, en el momento oportuno. La acumulación de años tampoco me entusiasma. Al final, toda persona fuertemente individualizada acepta que la vida es una lucha. Y a menudo, como decía Tom Waits (o tal vez el diablo), más contra uno mismo que contra el mundo.