ueno, el cambio de año resultó fantasmagórico, por decirlo del modo más amable. Hubo petardos entre las palmeras. Hubo aullidos nocturnos. Alguien perdió un zapato de tacón rojo. Y por la mañana, una pareja de jubilados holandeses paseaba entre la niebla con un perro sin patas traseras al que habían acoplado un artilugio con ruedas. Lo bello y lo triste siguen ahí, pensé. Y me dije: menos mal. Muere el viejo mundo constantemente y a cada instante nace uno nuevo. Nostalgia por lo que desaparece, claro, supongo. Y, a la vez, curiosidad por lo que se avecina. Siempre es igual. En las redes sociales, los más animados vaticinaban en broma nuevas catástrofes horribles para el año que empieza. O sea, el viejo exorcismo de reír por no llorar. Que está bien. Aunque llorar también está bien, dicen, no sé. Pero, en fin, podía ser peor, creo. Mira, ya que todos nos equivocamos y puede ser bonito equivocarse, porque errar es humano y echarle la culpa a los demás es más humano todavía, yo, aprovechando que me ha tocado publicar la columna en este día mágico de la ilusión, les voy a pedir a sus majestades de oriente una sola cosa: les voy a pedir inteligencia para los jefes. O por lo menos una visión global bastante aproximada. No pido nada para mí, pero pido que los jefes, los que toman las decisiones importantes, los jefes políticos, por ejemplo, los que gestionan el pantano de Eugi, por decir algo, el burgomaestre del pueblo, sus fieles consejeros y los gobernadores de todo lo gobernable, sean beneficiados con un plus de inteligencia para todo 2022. Un bono anual. Por el bien de la comunidad. Lo vamos a necesitar. Un jefe poco inteligente puede ser gracioso, a ratos, no te digo que no. Pero no compensa. No merece la pena. A ti te puede parecer que sí porque eres un cachondo, pero no. Hay momentos en los que hace falta cacumen. Bonita palabra, ¿no? Un bono anual de cacumen virgen extra para los jefes. Yo se lo pido a Melchor.