Los tamboriles del Medievo han comenzado a fabricarse con fibra de vidrio, señal inequívoca de que ha llegado el momento. El de encajar una reflexión manida y conservadora como pocas. Nada es lo que era. Incluso más, nadie quiere ser lo que es. Un holandés de 69 años, aspecto cuidado y ciertamente más joven de lo que cabría esperar desea tener 49. No sólo lo ansía, acaba de elevar esa aspiración a un tribunal de los Países Bajos solicitando que modifiquen su fecha de nacimiento en todos los registros oficiales. ¿Para qué? Para obtener respuesta en Tinder y que su foto y sus intentos de hacer contacto en esta aplicación diseñada para el ligoteo no reboten en el vacío generando el eco insufrible que ya ha comenzado a percutir su ego. Está convencido de que si el juez acepta su petición, con 49 años y su cara se le van a rifar. El argumento que empuña en sede judicial este hombre de mirada de acero azul es que si los transgénero han conseguido modificar “hombre” o “mujer” en su inscripción de nacimiento, ¿por qué no va a poder él cambiar la fecha? ¿Cómo se puede comparar una cosa con la otra? Mientras dejamos al juez rumiando insomne esta pregunta durante las tres semanas que aún le quedan para dictar sentencia, podemos jugar. ¿Quién no cambiaría alguno de los datos que le definen? Género. Edad. Profesión. Raza. Altura. No quiero que mi CV indique “administrativa”. Sí, paso 7 horas diarias tras el mostrador de la Hacienda Foral recibiendo impresos y escuchando reclamaciones, pero me siento escritora, llevo un diario desde los 13 años y tengo 54. Sé que mi piel roza lo albino y mis ojos son del color del agua en el Ártico pero quiero ser negro. El ritmo de los tambores, incluso de los de fibra de vidrio, me recorre el cuerpo y cuando insultan a un hermano en una calle europea, me están insultando a mí. ¿Qué es lo que nos define? ¿Qué nos hace sentirnos lo que somos?