Un azulejo del zócalo de un baño se cae y abre el paso a un espacio oscuro. Una chica de ojos grandes y curiosos se atreve a meter la mano y encuentra una caja de hojalata antigua con fotografías y pequeños juguetes infantiles. ¡Buscará a su dueño! Se las ingenia para encontrarle y citarle junto a una cabina a la que llama para que él entre sorprendido a descolgar el teléfono y descubra en la repisa su tesoro. La caja le devuelve lo que le hizo feliz cincuenta años antes, al niño que fue. El hombre, maravillado, se emociona. Cumplida su misión, la chica decide que se dedicará a dar felicidad a otros. Sí, es Amelie, aquella película repleta de encanto, ingenuidad y excentricidad estrenada en 2001. Andrea y Carmen, dos chicas madrileñas, paseando por la calle Arrasate de Donostia hace unos días descubren en la acera entre restos de ropa y libros abandonados 50 postales con pinta de antiguas. Lo son, fueron escritas entre los años 50 y 70 desde Lisboa, Venecia, Tokyo, Bogotá, Río de Janeiro? por una persona, Víctor Souto. De vuelta en Madrid googlean hasta llegar a los Souto Gil en Donostia, buscan un teléfono y contactan con el sobrino de ese Víctor. Quedan con él y reconstruyen su vida, la de un inquieto azafato de vuelo, listo, simpático, bon vivant y con muchos amigos nacido en 1928 en una familia con dinero que huyó de la Guerra Civil refugiándose en Burdeos para volver a Donosti en 1941 y sin nada de lo que tuvieron. Se mató en un curioso accidente aparcando su coche el año que se estrenó Amelie y ahora su tía Manuela, que ha cumplido 95, ha recuperado a aquel sobrino viajero gracias a las postales. A veces estas cosas pasan. Que se lo digan a la fundación del comedor social París 365 en Pamplona, a punto de cerrar tras diez años dando comida caliente y que ha revivido gracias a 235.000 euros de pura solidaridad ciudadana. Magia de verdad.