Tafadhali, unaenda wapi kwa Chwaka? Moja kwa, moja au kushoto?, interpelo a un masai. Su carcajada saltarina revuelve el polvo del camino. Le hace tanta gracia cómo pronuncia su lengua esta blanca listilla que me hace repetirlo. Dos veces, para reírse el doble. Cuando termina de llorar nos señala en el cruce una pista de tierra roja. Era recto.

Ni él es masai ni yo hablo swahili, pero estamos en Zanzíbar y la vida a veces es así. El pareo a cuadros rojos y negros y la lanza son para bailar en un hotel de italianos, y la pregunta la he buscado en un diccionario porque aunque en esta isla tanzana el inglés y el árabe también son oficiales me pierde hacer estas cosas. Vemos hileras de niñas y niños vestidos de blanco y azul hormigueando resplandecientes sobre la tierra roja camino a una escuela sin cristales y sin saber la ternura que despiertan entre arbustos que les triplican en altura. En el corazón de zoco de Stone Town tras atravesar una calleja que huele a lima y a los óleos que cuelgan de paredes umbrías y junto a una puerta de madera labrada con filigranas de artesano indio hermana de otros centenares de puertas que en realidad son joyas, un cartel escrito a mano aclara que En esta casa no nació Freddy Mercury pero sí lo hizo en otra cercana y humilde que ya es hotel.

Unos obreros fibrosos trepan con la naturalidad con que tú caminas por las ramas del andamio más vertical y estrecho que haya visto nunca, improbable y frágil solo para mis ojos y adherido a la fachada blanca de la Casa de las Maravillas desde cuyos balcones con arabescos los sultanes que expulsaron a los primeros portugueses se asomaban al Índico. Un guepardo altivo mira desde la etiqueta de la cerveza Serengeti a los turistas sentados en la terraza de un café añorando a Livingstone y otros exploradores y a Kapuscinsky y otros corresponsales que ocuparon antes esas mismas sillas.

En la playa de Jambiani una mujer se remanga la falda empapada de sal sin desequilibrar el saco que sostiene en la cabeza tras recolectar las algas que plantó en su huerta marina, la que el mar cada día esconde y vuelve a revelar mientras un pescador lanza la red junto a la vela triangular del dhow que talló su padre. La noche cae sobre la selva Jozani virando a negro el verde y elevando muros sónicos de graznidos, rugidos y cacareos misteriosos y nubes de luciérnagas nos envuelven. Y siendo todo esto maravilloso y real y vivido en un verano lejano, del paraíso con el que ahora sueño solo me separa hora y media en coche pero, sobre todo, poder cruzar las dos líneas territoriales que hoy alejan Bilbao del corazón de Navarra.