El sempiterno sonriente, sí, el del gueto de la plaza mayor, tuvo ayer el cuajo de exigir rigor a los medios y responsabilidad a los adversarios para evitar noticias falsas. Yo recuerdo una. Un colega se trajo hace días la cámara a ese pueblo al que quieren convertir en novio feo de Ermua, y prendió su fogata a la espera de los fieros nativos. Estos no vieron las señales tóxicas de humo porque estaban trabajando, tirando flechas de amor o a resguardo en su tipi para no ser forzados a currar de extras. Así que, a falta de pepitas, el garimpeiro fantaseó que 25 cortacaballeras rodearon su carromato y casi no lo cuenta.

Su performance fue otra palada a este gremio, cuya decadencia ya no indigna: entristece. De Manolete a etílica becerrada, y el entierro lo ofician quienes aún invitan al bombero torero al ruedo. Fue también un insulto al electorado, al compartir caravana tragicómica ese candidato hoy quejumbroso, de lo que cabe culpar tanto a políticos locales que aprobaron la charlotada como a foráneos que sueñan con doblarlo en tal escena de riesgo.

Fue, por supuesto, una vileza contra la tierra incendiada, pues se intenta alzar un plató sobre el dolor para que la sangre vuelva con cuentagotas al río, acaso una rotura de gafas en prime-time. Heroicidad, sí, pero la puntita. Y fue, sobre todo, una ofensa a la memoria del sufrimiento real, como si esa excursión titiritera, chungo espagueti western, mereciera espacio en un documental de Arteta. De inventar un aviso de bomba en el insti para no hacer un examen, a inventarlo en la tele para hacer de sobresaliente. Tanto citar la banalidad del mal, y he aquí su rentable banalización. Fake news, dice.