Todo cuadra. El día en que Leticia Sabater presentaba su estribillo veraniego, 18 centímetros, Papi, Rosa Díez tuiteaba el suyo, esa exigencia dirigida al trío cruzado para que forme “gobiernos progresistas en todos los lugares de España.” O sea, Rivera, Abascal y Casado alzando la ceja. Tiene algo de justicia poética que ambas decadencias, una artística y otra política, resbalen al mismo tiempo. El dúo Rosa-Leticia no solo canta al unísono; también provoca una vergüenza ajena intercambiable. Si no hubiera citado ya aquí el tobogán de Estepona, lo haría hoy: al abismo dando tumbos entre risotadas.

Su patetismo extremo recuerda al de Pepe Legrá y Perico Fernández, quienes en pleno ocaso daban bolos contando chistes, precisamente, de negros y tartamudos. Su ridículo postrero el de esos tuercebotas, antaño famosos, que con mono de aplausos terminan embarrando la barriga por campos inauditos. Lo grave no es que Rosa se cabree al ver en el espejo a Leticia: lo terrible es que Leticia también se puede enfadar al verse igualada a Rosa.

En la vida, como en las bodas, hay un momento en que todos necesitamos a un ser querido que, mirándonos a los ojos y agarrándonos del brazo, nos amoneste: anda, tira para casa, que luego van y lo cuentan. Es la triste hora de la neurona de guardia, de agachar la cabeza y retirarse con los últimos restos de dignidad en un táper. Una ha dicho que su canción es autobiográfica, y la otra se ha biografiado al llamar a medio país “bolivariano, supremacista y proetarra”. Desde que vi a The Pogues, a Los Suaves, a Francisco Umbral desnudo y vestido a Sánchez Dragó, no sentía esta pulsión piadosa. Pena no: lo anterior.