Más claro, vino. Tras pedir retirar la bandera del arcoíris del espacio público y afirmar que la unión homosexual no constituye una familia; tras defender las terapias para reconducir, reorientar y recuperar a la chavalería confusa; tras sostener que el Orgullo es una imposición ideológica y denunciar el apoyo institucional a una celebración privada; y tras exigir que, para evitar escándalos, esa minoría vociferante monte su fiesta en las afueras, sí, tras todo eso, Vox proclama que no es homófobo. Le ha faltado arremeter contra la Pantera Rosa, sea dibujo o manjar.

Justo antes del asesinato, Carrero Blanco condenó las “exhibiciones con tendencia a la inmoralidad y bailes y músicas decadentes; se trata de formar hombres, no maricas, y esos melenudos trepidantes que a veces se ven no sirven, ni con mucho, a ese fin”. Con los marielitos, Castro se jactó de golpear al imperialismo llenando Miami de “delincuentes, antisociales, escoria, lumpen, expertos en gusanería, vagancia, malandrinidad, sinvergüencería, bandoleros y homosexuales.” Al menos aquellos eran sinceros en su barroco rechazo. Otros no lo son en su abstracta aceptación.

Y es que muchos no solo piensan que es una enfermedad y que como tal puede curarse, pues si así fuera tratarían al paciente con cariño y no lo expulsarían extramuros. No, además les parece una conducta censurable, un vicio epidémico, lo que explica semejante inquina y deseo de sacarlo de nuestra vista. De modo que no sean derechita cobarde y díganlo sin complejos: odiamos tanta desviación. Vamos, que amén del paisaje colorista les disgusta ese paisanaje ducho en bollería y diestro en sarasidad.