Una de las importaciones nocivas que nos ha colado la tele es la exageración en la muestra de los sentimientos. Habituados a la eficiente sequedad del saludo local, esa graduación de “aúpas” que empieza con un alzado de cejas y que solo en fechas orgásmicas da en beso con ruido, y no al aire, a los tímidos nos resulta extraña una chavalería que abrazada rompe a llorar porque ha superado una prueba de Gran Hermano y recibido un megusta. Habrá que acostumbrarse a que los ganadores del concurso de quesos de Apatamonasterio bailen sobre la mesa del jurado y lancen leche condensada a la cara de Arzak.

Sin duda entro en la categoría de carcamal si, además de usar esa palabra, también me resulta extraño tanto escote en las camisetas masculinas, tanto pecho depilado y tripa atabletada, tanto tatuaje aborigen en las nucas, tanto corte de pelo a esgrima, en fin, esa estética horroróscopa que se ha adueñado de las pantallas y el vestuario del Bernabeu. Soy más de Fito y Amaia. Y si los viejunos de antaño se quejaban de los melenudos, los actuales tenemos derecho a abominar de la moda bora-bora cani levantapesas.

Sin embargo, lo otro, la crítica a la inflamación pública de las emociones no es fruto de la brecha generacional. Es el sensato rechazo a la exigencia de que seamos bipolares efusivos, excesivos en la exhibición. Ya no basta, y aquí quería llegar haciendo eses, escuchar a quien ha sufrido; se debe estar de acuerdo con sus juicios y manifestarlo con un aplauso. O sea, que las víctimas no solo tienen razón por serlo: además merecen una ovación del graderío por sus opiniones, sean cuales sean. Sin duda soy un carroza.