Vaya con el fuego amigo. Un famoso dramaturgo ha recordado la, según parece, orgiástica vidorra que se regalaron los populares vascos camino de la tumba: “¡No me dirás que tú no te ponías morao de cocochas y angulas!”. Un columnista de moda los ha llamado tumoración vascuence y hípster del partido. Y los han tildado de pijoprogres xenófobos e hijos de Satanás, sí, de eso también. A algún patriota incluso se le ha caído el reloj en la escupidera, pues sostiene que por edad ni siquiera estaban allí para contarlo, o sea para sufrirlo. Alfonso, Borja, Iñaki y demás conforman, pues, una generación milénica que ha conocido el espanto de oídas, como mucha gente, por cierto, lo está conociendo de leídas.

Quienes desbarran con tamaña piedad no son originales. Otros más cercanos solían afirmar que la cosa no era para tanto, que los concejales exageraban su angustia y hasta se aprovechaban de ella. Hubo quien abusando de la palabra supuesta y del bocata de comillas se especializó en expandir la duda, entonces gemela del desprecio y siamesa de la negación: supuesta amenaza, supuesta víctima, “terrorismo”, “violencia”. Qué arte, colega. Un lápiz detrás de la oreja no te convierte en ebanista, pero un comando detrás del culo sí te convierte en algo. Pues no: se estaban forrando a percebes y langostas. Y llevaban guardaespaldas como el torero estampitas, por sacralizarse.

En fin, que desde sus balcones con vistas al mal esos calumniadores de hoy obran como mi abuelo riñendo a Arconada. Sin haber tocado nunca un balón. Sin haberse manchado de barro. Con la sabiduría, coraje y empatía del mando a distancia. Él, al menos, era una buena persona.