Miles de españoles, sí, miles o millones, se han mofado con saña de Pablo Iglesias por haberse emocionado en público, por haber roto a llorar en ese congreso que nunca ha sido tanto el de los ratones, como lo describió el mejor fabulista alavés, que no es Samaniego sino Evaristo. Entre los burlones hemos visto a periodistas biliosos y políticos cipotudos, y los más hirientes han sido quienes son mezcla de centauro ideológico y unicornio mediático: con las patas de uno cocean, con el cuerno de otro alancean.

Hay algo muy paleolítico en esa necesidad permanente de salir a escena con aire chulesco de espagueti western, esa confusión que creíamos superada entre sensibilidad y debilidad. Bertín ha hecho muchísimo daño. Hay algo muy limitado, muy pobre de espíritu en esa actitud que se balancea entre la mala ostia y la carcajada gregaria, sin jamás centrarse para darse y darnos un respiro, no vayan a parecer mingafrías. Al eructo de toda la vida hoy lo visten de corbata o uniforme, pero sigue apestando a la peor brutalidad, la que de tanto impostarla se les ha hecho natural. Sin complejos, dicen, cuando ya es sin educación.

Vuelve el adjetivo mujeril para apellidar al mero llanto, y de paso se escupe a la lucha de unas. Vuelve el sustantivo nenaza para definir al dubitativo, al blando, y así se patea al orgullo de otros. Se estila poner las botas sobre la mesa e imponer la bandera sobre el Peñón, cualquier peñón. Y sí, les da vergüenza ajena que alguien llore como un niño. Y a mí, si fuera niño, lo que me daría vergüenza propia es reír como esos adultos, los duros de la disco, los matones de barrio, vayan a pie, en moto a caballo. No andan: pisotean.