Leí hace días aquí que cuatro de cada diez jóvenes navarros saben euskara y, para que nadie empiece la refutación invocan-do el pedigrí, pensé lo mismo que al oír que lo saben siete de cada diez jóvenes vascos: mentira. Y es que solo hay dos maneras de tragarse esa uto-pía, y ninguna me convence: descafei-nando el significado del verbo saber; y anteponiendo a todo atisbo de cruda verdad el linimiento del deseo o, peor, las gafas de la ideología. No, yo no creo que tantos jóvenes sepan euska-ra, y lo que me cabrea no es que no lo sepan, sino que aún se afirme que sí lo saben. Ignoro qué se gana pintando un pano-rama demasiado hermoso, pero se genera infinita frustración. El tamaño de nuestros chascos se corresponde con el de nuestras ilusiones, y cuando estas son exageradas aquellos suelen ser monumentales. A cualquiera le ha ocurrido eso de salir un viernes pleno de expectativas y acostarse luego tris-te, abrazado al ibuprofeno. Y, en cam-bio, cuántos martes hemos bajado a la calle, casi en pantuflas, a comprar pilas, nos hemos encontrado con un amigo, hemos pasado a saludar a un camarero del pueblo y, en fin, la noche se ha enternecido y hemos vuelto a casa felicísimos, al alba y con las pilas cargadas. Yo estoy encantado al darme cuenta, porque eso sí es cierto, de que muchí-simos jóvenes saben euskara, y de que muchísimas familias lo eligen para la educación de sus hijos. Y me indigna, claro, cuando a esa voluntad se le cru-zan trabas envenenadas de prejuicios. Lo que no entiendo, ni entenderé, es la necesidad de ponernos pletóricos, ya sea para obtener justos derechos o ali-mentar ensoñaciones. No hace falta.