Hace ya un cuarto de siglo qué viejos somos, cuando aquel bilbaino publicó su premiadísima obra, en tertulias capitalinas se afirmaba que era casi inencontrable en las bibliotecas del norte. Ya saben, el miedo, la censura, la talibasca. Tanto lo era que yo tuve la extraordinaria fortuna de disfrutarla en una de las más de 100 que prestaban ejemplares de la primera edición. El golpe de suerte favoreció después a otros miles de paisanos que en ellas hallaron también las siguientes ediciones, sin duda logradas gracias al estraperlo. A mí me gustó. Incluyendo en el ocultismo al sector privado, un columnista escribió entonces que "en las librerías del País Vasco los libros que de verdad interesan a los lectores no pueden comparecer, porque su grito de libertad se considera insultante y provocador, y nunca falta una mano alevosa que quiera sofocar ese grito a pedradas. En su lugar, aparecen bodrios huérfanos de interés". Compré los dos primeros suyos, excelentes, en una de esas librerías acojonadas, las que hasta en los peores años exponían en el escaparate títulos que explicaban al detalle el terror local. La exageración, pues, manchaba a Lagun al aguar su singular calvario, y a las demás tachándolas con injusticia de cobardes. Ahora alguien cuenta que mucha gente de pueblos pequeños ha tenido que ir a por Patria a la ciudad, y "se lo han llevado a casa en el fondo de la bolsa, tapado con los puerros". Y yo me pregunto quién busca verduras en la urbe teniéndolas en la aldea, y a qué repintar de negro la mismísima negrura. El luto lo es menos convertido en charol. Y apenas nada rebajado al amarillo.